FEDERICO | Cap 5: Por rutas semi-salvajes

Por Vicky Caracoche

En esta ocasión, Federico comprenderá que para volver al eje, es sólo cuestión de abrir los ojos y destapar el espíritu.

Corría desnudo a la par de una manada de caballos negros, riendo como loco y con una lluvia caliente que le volvía el cuerpo pegajoso. Se detuvo frente a un gran árbol milenario, tan alto que no podía verle la copa, y rezó como un Siddharta en busca de redención. Así lo rodeó un coro de abejas muy simpáticas que hicieron un número de “All that jazz”, y luego le pasaron la gorra (una muy chiquita, como de playmobil). Pero él había prescindido de todo, no tenía con qué pagarles, por lo que la abeja reina se enojó mucho y ordenó perseguirlo. “No habrá paz hasta que pague!” vociferó la madama de alitas. Te perseguiremoszzzzz!! respondieron sus súbditas. Y Federico salió corriendo desesperado, más veloz que los caballos que fueron quedando a lo lejos hasta que se cayó de la cama.

Estaba muy sudado; se levantó y comprobó que su ventilador, por algún hecho mágico de la naturaleza eléctrica, había dejado de funcionar. Miró por el ventanal, ya era casi de día.
Abombado por su propia sensación térmica, analizó su sueño y llegó a la conclusión de que precisaba cambiar de aires. Huir de todo hábito social. Escapar del ardor del cemento. Evadir cualquier encuentro con la especie humana. Se sentía alienado, inconforme de no sabía qué, hasta un poco infeliz.

Este verano, cada uno de sus amigos había hecho planes por su cuenta. Y él, no muy inspirado para tomar alguna ruta solo, decidió aprovechar el éxodo de colegas para agarrar todos los trabajos que se presenten y poder ahorrar algunos pesos.

Hay una serie de factores que determinan la necesidad de escapada o vacaciones antes del colapso que tiene una persona, a saber: el grado de envidia (de la mala) que produce la anécdota de la vacación del otro; la escala de frustración (del uno al diez) que siente el implicado cada vez que tiene que ir a trabajar; cuánta apatía le provoca el hecho de que la hora pico –por lo menos durante dos meses- no sea tal; el nivel de ansiedad/stress/fragmentación cerebral canalizado a través de la ingesta excesiva de comida y bebidas varias. Los niveles de Federico se habían posicionado en alerta naranja. No llegaban todavía a la alarma gritona de “Peligro nuclear, esto explota y no quedan ni las cucarachas”, pero para qué tirar más de la soga?.

Se iría hoy mismo. Aprovecharía el fin de semana; dos días son dos días, pensó convencido. Tomar decisiones relámpago cargaba a Federico de una valentía exagerada, sentía que se convertía en gigante y que podía salir a la calle y la gente le cedería el paso o le estrecharían la mano felicitándolo por su osadía. Sostenía que era el tipo de determinaciones que, tomadas en el momento justo, daban un giro radical a una situación incómoda, y que saliera como saliera, lo que importaba era el arrojo.

Armó su mochila con las ropas indispensables, carpa y bolsa de dormir. Fue al supermercado por provisiones (nada gourmet, sería un fin de semana asceta) y tomó el tren hasta Tigre.

Eligió un camping en una de las islas del Delta al que había ido un par de años atrás con algunos amigos. Era pleno enero y seguramente habría poca gente, algo que importaba – y mucho – a Federico.

Ya el hecho de sentir el viento caliente que le volaba los pelos a través de la ventanilla lo reconfortó. Había cambiado el celular por una libreta para anotar ideas, el Ipod por un libro de Hermann Hesse y había llevado una Victorinox que nunca había usado, pero sabía que sería especial para estos momentos de despojo absoluto. Estaba lejos de ser el protagonista de “Into the wild”, pero no podía negar que, dentro de sus límites burgueses, lo admiraba y hubiese deseado casi la misma aventura.

Se bajó del tren, y fue a tomar una lancha hasta el atracadero del camping. El aire del río ya estaba realizando la magia; todas las preocupaciones, los malestares y las raras vibraciones de los últimos días se esfumaban entre la arboleda del Delta.

Lo recibió la encargada del lugar, una señora muy simpática que le dio vía libre para ubicarse donde quisiera. Federico tenía ganas de correr como en su sueño, derrapar con el pecho en el pasto y quedarse tendido ahí horas y horas.

Lo bueno de entrar en contacto inmediato con la naturaleza (si es que tenemos esa disposición), es el cambio de energía que se opera en cada uno. La mente trabaja como un mecánico esmerado: reacomoda y repara las partes internas que sufrieron daños, ajusta las perillas de la lógica personal, hace chapa y pintura del espíritu y por último, le hace un lavado y encerado al ego, preparándolo para las aventuras que se le avecinen.

Federico durmió la siesta a la sombra de un árbol, y al despertarse puso todas sus energías en armar su carpa. Eligió un lugar apartado llegando a los límites del camping. No tenía a nadie alrededor, casi no había otros acampantes y en esa zona el sol era amigo.

Fue un sábado inspirador y relajado; Federico sacó muchas fotos, particularmente de insectos; leyó concentrado su libro de Hesse y hasta hizo un poco de yoga (un yoga raro, como le decía Catalina) para conectarse con su cuerpo. Al bajar el sol, estrenó su Victorinox abriendo una cerveza y se dedicó a observar la nada. Luego cenó frugalmente y se durmió como un bebé bañado en repelente.

Se despertó muy temprano en la mañana, y luego de unos mates, aprovechó el calorcito para ir a recorrer las afueras del camping y sacar más fotos. Cuando regresó, una primera mala impresión lo dejó petrificado.

Una gran carpa se había instalado a unos veinte metros de la suya, y varios niños corrían de un lado a otro gritando y jugando a la pelota. Un señor de bigote espeso preparaba el fuego para lo que sería un gran asado, mientras una señora a su lado tomaba mate y cortaba verduras.

Federico se acercó a su carpa sigilosamente, controlando de reojo los movimientos de sus no tan cercanos vecinos. Claro, era domingo. Las familias salen a pasear los domingos, van a parques, realizan actividades para cansar a sus hijos y descansar de sus obligaciones.
Buscan motivos para estar juntos, para reencontrarse, tal como él lo estaba haciendo consigo mismo. Recordó que cuando él era niño y hacía calor, sus padres siempre planeaban un día de pileta en algún club, o visitaban tíos o primos, o –en el mejor de los casos- se iban un fin de semana a algún lado de la provincia de Buenos Aires a descansar. Los domingos a la tarde, cuando emprendían la vuelta, ponían “Help” en la cassetera del auto y cantaban casi gritando como en un ritual de desahogo. Ahora entendía algunas cosas; él estaba igual que sus padres en ese momento, pero sin hijos. Quizás esta familia también tenía su propio ritual.

El señor de bigote lo vio y lo saludó con una mano.

-¡Buenos días vecino! ¿Qué lindo día ha tocado hoy, no?

Federico, sentado al borde de la carpa, atinó sólo a sacudir su mano y a afirmar con la cabeza. En un segundo un pelotazo le desacomodó las ideas y el lado derecho de la cara.

-¿Pero sos tarado vos, Luciano? Si volvés a patear para allá te reviento la pelota eh!- increpó el hombre a uno de sus hijos haciendo ademanes con un cuchillo, luego miró a Federico- Venga a tomar unos mates con nosotros así no está tan solo, hombre.

Pensó en el cambio de energía, en el yoga raro, en el ajuste de perillas, en su mejilla derecha que le ardía un poco. Tomó otra decisión arrojada y aceptó de buena gana sumando un paquete de galletitas dulces para compartir. Le gustó cambiar su rito personal.

Aquél era un matrimonio como de serie televisiva: Luis, un excedido en todo (su amor por la carne que le valió un oficio, por su mujer, por sus cinco hijos y por San Lorenzo, casi todo al mismo nivel); y ella, Adriana, madre dedicada y siempre sonriente, y una excelente preparadora de todo lo complementario para el asado.

La familia le abrió las puertas de su carpa e instó a Federico a compartir el asado, que él aceptó no sin una fingida resistencia. Fue una tarde divertida, jugaron al fútbol, charlaron de los distintos tipos de carne y Federico les sacó tantos retratos que ya casi tenía una nueva colección.

Entrada la tarde, luego de la siesta obligada y de haber desarmado la carpa, era hora de despedirse de sus amigos, de los mosquitos y del pasto suave que durante horas le acarició los pies.

Ya en el tren, un enjambre de pensamientos volaba en la cabeza de Federico. Luego de dos días de reencuentro con su mecánico interior y de una hermosa tarde con hermosos desconocidos, lo embargaba una sensación extraña.

Cuando llegó a su casa y vio las fotos, lo comprendió. Todo lo que había vivido lo vio materializado en sus imágenes, desde la simpleza de un saltamontes hasta el desinterés y el amor de una familia desconocida. Por primera vez en mucho tiempo, se sentía agradecido. Había recordado qué era lo verdaderamente importante. Ahora sabía que no le debía nada a las abejitas ni a sí mismo.

Si querés leer más de Vicky:
undiarioabsurdo.blogspot.com

Fotografía por:
Sol Santarsiero
www.solsantarsiero.com.ar

¡Pasar al próximo capítulo!

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