Teatro ciego

Por Chava

No se asusten, los primeros cinco minutos son los más duros, pero después uno se acostumbra a la oscuridad de esta peculiar obra de teatro a ciegas, donde se destacan los sonidos y los olores.

Hace un par de años tuve esta experiencia singular de poder ver en teatro ciego La isla desierta, una pieza de Roberto Arlt contada en tono de farsa dramática y en completa oscuridad. Es por este pequeño detalle que la experiencia empezó mucho antes que la obra, cuando los espectadores entraban en grupos para ser acomodados en sus sillas.

Por algo antes de entrar a la sala, un actor advirtió: “No se asusten, los primeros cinco minutos son los más duros, pero después uno se acostumbra”. Explicó que, cualquier cosa, si alguien quería salir podía gritar y lo sacaban en tres segundos. Tras decir eso, pedía que se armaran hileras de diez y que cada uno colocara sus manos sobre los hombros de la persona de adelante. “Y no se preocupen por la ubicación porque desde cualquier lado se ve igual”, agregó para distender mediante la risa el ambiente tenso que ya empezaba a gestarse entre la hilera de personas que, ticket en mano, oscilaban entre la excitación y la duda. A los más osados, les recomiendo ir a verla directamente, a los menos, que sigan leyendo…

¿De qué va la obra? Un vals da comienzo a la escenografía sonora, que en seguida es reemplazada por ráfagas de máquinas de escribir que salen de todos lados (uno de los primeros descubrimientos desde la penumbra, es que no hay escenario). “¿Alguien quiere café?”, se escucha mientras un olor a café recién molido pasa entre nosotros, invadiéndonos. De a poco, uno empieza a olvidarse del temor a la oscuridad, que se va volviendo familiar, hasta adoptar la forma de una oficina en la que una serie de empleados escribe sin parar.

La obra elegida, readaptada, hace coincidir en varias ocasiones el speech de los actores con lo que uno piensa y siente en ese momento. Todo transcurre en una oficina frente al puerto de Buenos Aires, donde diez empleados escuchan todo el día las sirenas de los barcos que salen y llegan. En esa rutina tediosa y sin sobresaltos, la sombra del ordenanza Cipriano comienza a contarles historias de sus viajes a tierras lejanas que hizo a bordo de esos barcos. Cada personaje está caracterizado por una voz particular que hace más fácil seguirle el rastro, por ejemplo, el jefe habla a los gritos con una voz grave, mientras la secretaria chilla y Cipirano tiene un acento cordobés muy marcado. Este cordobés algo exagerado narra la historia de cada uno de los tatuajes que revisten su piel y, a través de sus relatos, lo acompañamos de pesca en Madagascar, a una fiesta tribal con cocos y tambores, a un encuentro romántico en un arrollo selvático y a un mercado chino.

En los setenta minutos sin luz, los actores hacen visible, gracias a una sofisticada ingeniería sensorial, esos viajes fantásticos en el espacio. Ellos, además de decir la hacen sonidos, mueven maquinarias, transportan sigilosamente los perfumes. Sorprende la variación de escenas que se arman y desarman permanentemente. La puesta empieza a enriquecerse con ruidos de canastos, voces en distintos idiomas, el olor de las plantas, sonido a agua, pasos entre las hojas. Así, la isla desierta se va poblando con personajes, relieves, texturas: se escucha el mar, se huelen jazmines, incienso, café. Vuelve entonces el vals y con él, la luz. En una sala simple y vacía, los ahora sí espectadores que se queden unos segundos examinando el espacio iluminado, podrán ver dónde la transformación tuvo lugar.

Para más información:
www.teatrociego.com

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